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lunes, 19 de julio de 2010

Sollozos en la oscuridad


Hacía horas que había pasado la medianoche y yo continuaba despierto con la mirada clavada en el oscuro techo. El calor era sofocante y las sábanas se me pegaban al cuerpo. No podía evitar sentirme agobiado.

Las gotas de sudor resbalaban por mi frente. Cada pocos minutos me movía a un lado u otro. Me colocaba el brazo aquí o allí, pero me era imposible conciliar el sueño. Me dolía la cabeza y la simple idea de no poder dormir me estresaba, pero lo peor no era eso…

Sabía que tú no estabas ahí. Necesitaba oír tu voz susurrándome al oído, necesitaba tus brazos sobre mí, tu respiración golpeándome suavemente la oreja. No pude evitar que una lágrima se escapara de la prisión de mis ojos.

¡JODER!

El grito llenó la habitación durante un par de segundos y luego se disipó en el atrofiado aire de la habitación. Poco a poco el silencio volvió a llenarlo todo. La oscuridad era absoluta. No se oía nada excepto mi respiración.

Cerré los ojos y respiré fuerte. Entonces todo me golpeó con fuerza. El dolor, la desesperación, la ira, la rabia, la impotencia,… y grité. Grité tan fuerte que el corazón se me desgarro. Mi voz cruzó el cielo y llegó a la luna. El mundo se paró durante un segundo.

No pude evitar echarme a llorar. Me volví y con el rostro hundido en la almohada lloré y grite. Apenas podía respirar. Grité fuerte, ahogando el sonido en la almohada. Me sentía tan solo… tan impotente.

Grité hasta quedarme sin voz. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Temblé hasta que el cuerpo me quedó agotado, entumecido y sin fuerzas.

Entonces al volverme pasó algo. Pensé que estabas allí. Juro por Dios que lo pensé. Creí verte allí de pie, mirándome. Con esos labios que tantas veces me habían cubierto con dulces besos. Con tu precioso pelo, colocado sobre tus hombros.

Pensé que estabas allí sonriéndome mientras me mirabas. Estabas mirándome. Con esos ojos tuyos. Esos ojos profundos, serenos y fuertes. Esos ojos que yo tanto adoraba. Esos ojos que me hacían perder la cabeza. Y que eran lo único capaz de sacarme de mi eterna tristeza. Esos ojos verdes…

-¡CARINA!

Me arrojé sobre ti. Me lancé a abrazarte, pero cuando mis brazos se cerraban sobre el lugar donde debería estar tu torso, ya no había nada. Al no encontrar tu apoyo caí al frío suelo y me golpeé las rodillas.

En la oscuridad me miré las manos que habían estado a punto de tocarte. Una lágrima calló sobre mi mano. Se oyó un sonido fuerte y profundo. Era el sonido de mi alma desgarrada.

Me llevé las manos a la cara y eché a llorar. Pensaba que no podría llorar más, que no me quedaban lágrimas, pero, no era así. Me encogí sobre mí, agarrándome fuerte las rodillas y lloré. Toda la noche la pasé pensado en ti.

Me temblaba todo el cuerpo. Me encontraba fatigado, débil y cansado. Mi mente era un cumulo de ideas. Un rayo de sol entró por la ventana y me golpeó la cara. Miré el cielo y estaba despejado y tranquilo.

Por un momento pensé que esa tranquilidad se me iba a pegar, fue un pensamiento agradable, pero por desgracia no fue así. Pensé que al llegar el día me sería más fácil asimilar tu ausencia. Pero no, no era así.

Me levanté, cogí unos pantalones y me los puse. Subí las escaleras y llegué a la azotea. Desde allí se veía todo el pueblo. El amanecer ya había comenzado, pero aun no había acabado. Saqué un cigarrillo y lo encendí.

El humo pasó por mi garganta y llegó a mis pulmones. Sentado en el filo del alfeizar miré hacia abajo y el vértigo me invadió. Levanté la vista y miré todo lo que se extendía delante de mí. Las pequeñas casan en ruinas, con tonos marrones y verdes. Las grandes fábricas a lo lejos. El inmenso cielo.

Siendo sincero diré que quise llorar. Quise llorar y lamentarme de mi pena, envolverme en mi tristeza y no salir nunca de ella. Creía que nada tenía sentido, que no encontraría solución a mis problemas, los cuales ni siquiera entendía.

Y no pude. Di la última calada a mi cigarrillo y lo lancé al vacío. Mientras caía me incorporé y eché un último vistazo a todo aquello. Me dirigí hacia las escaleras y mientras bajaba me metí las manos en los bolsillos. Noté algo en mi mano derecha. Era pequeño y estaba frío.

Saqué mi mano y mire lo que tenía en la palma. Era un pequeño anillo de plata. Por dentro estaban grabados nuestros nombres. Me lo habías regalado tú tiempo atrás. Entonces algo comenzó a formarse en mi interior.

Era una sensación extraña. El cumulo de ideas que embotaban mi cabeza se disiparon. Todo parecía ahora mucho más claro. El miedo desapareció. La tristeza fue desvaneciéndose poco a poco. Todo parecía ahora mucho más fácil, menos complejo.

Decidí esperar. Miré el pequeño anillo y me lo coloqué. Fue entonces cuando todo cambió realmente. Una sensación muy extraña me invadió y se adueñó de mi cuerpo. En aquel momento yo hice algo que hacía mucho tiempo que no hacía… en aquel momento yo…

Sonreí.