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miércoles, 16 de marzo de 2011

Lucha de colosos.




Me arrimo al borde de la playa y quieto observo la batalla entre el embravecido mar y el tormentoso cielo. Ambos inmensos, ambos poderosos. Parecen estar tan cerca de mí que casi puedo alcanzarlos, pero son demasiado grandes y apenas alcanzo a ver como se pierden en la lejanía.

Las olas rugen estruendosamente y golpean la orilla con gran fuerza, rompiendo sus armonía y salpicándome de pequeñas gotas de esa agua salada. A ratos la marea parece tranquilizarse, pero esos momentos son breves lapsus dentro de la monotonía de esas peligrosas aguas que en más de una ocasión a punto estuvieron de acabar conmigo.

Ahora todo eso parece no importar. Miro el mar y una parte de mi echa en falta perderse entre sus peligros, pero por otra parte solo deseo cerrar los ojos y olvidar todo lo referente a él.

Es entonces cuando alzo la vista y veo esas gigantescas nubes grises. Tan esponjosas e imperturbables. Al verlas mi corazón intenta empequeñecer, acongojado por tanta belleza.

Mis piernas casi no pueden sostenerse. La cabeza me da vueltas. Y de pronto me encuentro profundamente confuso. Sin poder apartar la vista de ese cielo gris e indomable.

Bajo la mirada y veo el mar, esas aguas que navegué a contra corriente sin temor a lo desconocido, donde me hundí para luego salir a flote de una u otra manera. Donde casi desaparezco consumido por su inmensidad y las ansias de recorrerlo entero.

Sin poder evitarlo vuelvo a mirar hacia arriba y me quedo embobado con toda esa belleza desconocida para mi hasta hoy. No puedo evitar pasar horas pensando en ese cielo que no está al alcance de mis manos. Y eso me duele.

Estoy confuso. Mi mente es un caos de recuerdos y sueños que luchan, entre si, por un hueco en mi corazón.

No puedo evitar apartar la mirada de las alturas y es así como observo el lento proceso en que las nubes van desapareciendo para dejar a la vista un cielo aun más hermoso. Lleno de color y vida, pero igual de inalcanzable.

Extiendo los brazos hacia arriba e intento alcanzarlo. Desearía poder cerrar los ojos y desaparecer. Convertirme en una brizna de aire que se eleve hacia el cielo y allí se disipe para no volver…

Entonces cierro los ojos.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Ella


Era uno de esos tristes días de otoño. Arriba, el cielo estaba cubierto por una manta de nubes grises que ocultaban todo rastro de sol. Más abajo, las hojas de los árboles se tambaleaban en sus ramas para luego caer perezosamente hacia el frío asfalto.

Yo caminaba completamente ensimismado en mis pensamiento y un poco cabizbajo. No paraba de darle vueltas a la cabeza y no tenía ganas de nada ni nadie. Ya no encontraba motivación alguna para nada y eso me hacía sentirme un fracasado. Pero lo peor de todo era el vacío que notaba en el pecho.

Con la mirada clavada en el suelo seguí mi camino. Paso tras paso avanzaba sin rumbo alguno. Llevaba el rostro oculto tras la capucha de la sudadera. Colgando de mis orejas, llevaba los auriculares por los que escuchaba música.

Entonces, al pasar por una pequeña plazoleta, una ráfaga de viento sopló más fuerte de lo habitual y me hizo levantar la mirada.

Entonces, allí, frente a mí, la vi. Era una chica bellísima, con un pelo claro que parecía seguir el ritmo de cada uno de sus movimientos. Sus ojos eran verdes y su mirada me traspasaba. Aquella pequeña boca ocultaba una sonrisa que fue capaz de sacarme unos sentimientos desconocidos para mí y hacerme sonreír.

Su belleza era inocente. No pretendía aparentar e incluso parecía no ser consciente del efecto que ejercía al menos sobre mí.

Tanto es así, que allí en medio me quedé paralizado al verla. No podía moverme y aunque sabía que ella se percato de que la miraba, no pude apartar mis ojos de ella. Sus ojos me tenían hipnotizado.

Un intenso calor me subió por todo el cuerpo y llegó a la punta de mis orejas que pronto enrojecieron. Un cosquilleo muy agradable invadió mi estómago.

Ella, aunque se había percatado de mi presencia , continuó su camino y pasó a pocos centímetros de mí, sonriéndome.

Me quedé sin respiración e incluso se me nublo la vista un instante. El corazón se me aceleró y el tiempo pareció pararse. Su fragancia me inundó. Era dulce y tenía algo exótico e incluso mágico.

Entonces desapareció por mi espalda, dejando tras de si ese olor, que sin saberlo, se convertiría desde ese día en mi obsesión y única droga.

En un instante de segundo… me había enamorado.